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Sólo me quedaban mil euros y después la nada

Sólo me quedaban mil euros y después la nada
Sólo me quedaban mil euros y después la nada

A los 50 trabajaba de conserje en un aulario de la Universidad de Alicante. Un curro sencillo.

Y sin complicaciones. Con un sueldo pequeño y que me dejaba mucho tiempo para pensar. Para soñar sin perder de vista las lentejas.

Me fui metiendo en esto del copywriting y cuando consideré que la fruta estaba madura, planifiqué el salto desde la función pública a la iniciativa privada.

Pasito a pasito. Sin hacer locuras y tratando de controlar los riesgos. Mis hijos todavía estaban estudiando y no me hubiera perdonado dar un tropezón que les afectara en el sentido económico de la afectación.

Pocas semanas antes había llegado un compañero para sustituir a otro que estaba de baja con el síndrome de kockenkohen los cojones. Un buen tipo. El primer tipo, quiero decir. Alfredo se llama.

Venía de una situación personal complicada y estaba en el paro.

Esto de la Universidad ha sido un bálsamo para mí, me dijo una tarde. Sólo me quedaban mil euros y después la nada.

Me llegó al alma. Me hizo replantearme todo lo que estaba a punto de hacer, pero lo reafirmé aunque se me ocurrió una idea.

Te vas a quedar mi puesto, si quieres. Alfredo se alegró y nos tomamos un café de vending que estaba muy bueno, la verdad.

Cuando llamé al Servicio de Personal para plantearles la jugada me dijeron que nunca habían escuchado semejante barbaridad. Que eso tendrían que verlo en gerencia, a lo mejor en Bruselas. O en la ONU, y que mejor era que me olvidase del tema.

IMPOSIBLE

Tras pronunciar esta palabra mágica, la gestora de personal colgó el teléfono y me puse a redactar mi petición por escrito para presentarla como una instancia genérica.

A través de la sede electrónica.

Y eureka.

Porque las palabras adecuadas tienen un poder inmenso.

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